Por. Martha Isabel Gómez Guacaneme
La labor docente permite tener interesantes acercamientos culturales con estudiantes que llegan de muchos territorios del país, y que comparten en clase —como en Metodología de la investigación— los tesoros de sus ciudades natales. Así que en una de las sesiones surgió una conversación sobre el diablo, sí… esa figura mítica, que en muchas religiones, encarna la fuerza del mal.
A casi cien kilómetros de Tunja, la capital del departamento de Boyacá, se encuentra Tópaga. Allí se construyó la Iglesia de la Inmaculada Concepción, de arquitectura colonial y con una notable riqueza artística, de la que hacen parte algunos óleos del pintor neogranadino Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos. Se trata de una iglesia doctrinera del siglo XVI, es decir, que su función era dar un lugar al proceso de evangelización que los Jesuitas adelantaban con los pueblos nativos de la región. En 1989, fue declarada Bien de Interés de Cultural de Carácter Nacional.
Un maravilloso y singular altar se adosa al costado izquierdo, si se mira desde la entrada, está formado por 33 espejos fabricados con nácar, número que revela la edad de Jesús; el llamado Altar de los Espejos fue una de las estrategias establecidas para la difusión de la fe católica, y su propósito era lograr que los indígenas encontraran en el reflejo su espíritu o el espíritu de Dios.
Igual de interesante resulta observar que en el arco toral, se encuentra tallado en madera y policromado el mismísimo diablo, ese que describían los estudiantes con admiración y mucha intensidad. Se dice que es único en Latinoamérica, y que fue labrado para enseñar, durante el adoctrinamiento, la diferencia entre el bien y el mal.
Esta personificación del mal derivó del dios griego Pan, un sátiro, un hombre con cuernos, barba, cola y patas de cabra; que a lo largo de la historia ha variado su iconografía. En el arco sólo se talló la cabeza, con fuego saliendo de su boca, y amordazado como señal de la victoria del bien sobre el mal. Otros diablos topaguenses están tallados en piedra en el cerco de la fuente del parque principal, que en una cenefa se intercalan con ángeles, como presagiando que en un paso podemos encontrarnos con el bien, y al siguiente con el mal.
Por cierto, el título refiere a la frase con la que se responde en la Letanía a los santos, empleada por primera vez de manera pública por el Papa Gregorio I en una procesión penitencial en el año 590, con el fin de aplacar una plaga y detener una serie de inundaciones. Y sí, de todos los males ¡Líbranos señor!
